Después de la ejecución de Luis XVI, en 1793, España se consideraba libre, por vez primera en noventa años, para romper sus relaciones con Francia y declararle la guerra. Esta guerra era algo más que la simple solidaridad familiar entre miembros de la misma casa real ( los Borbones). Era la respuesta de España a quienes habían roto el orden tradicional, fundamentado en el derecho de los reyes, los privilegios de la nobleza y la hegemonía de la Iglesia.
Por ese motivo, la Guerra de la Convención tendría sus predicadores laicos y religiosos, que movilizaron las masas en una auténtica cruzada popular contra un país regicida y enemigo de la religión. El ejército del general Ricardos avanzó sobre la Cataluña francesa, sin que se aprovecharan los éxitos militares con la firma de un tratado de paz, como pedían a Godoy algunos cortesanos. En tierra, pronto llegaron los reveses, debido a la pésima preparación técnica, ya denunciada en los escritos de los arbitristas ilustrados, y por el penoso abastecimiento y la baja moral de la tropa española frente a los enardecidos revolucionarios franceses. A lo largo de 1794, las fuerzas de la Convención ocuparon buena parte de Cataluña. El desastre fue aún mayor en Guipúzcoa, que cayó facilmente en manos ferancesas, toda vez que su Diputación, excediéndose en sus competencias forales, negoció la paz. No hubo, sin embargo, peligro alguno de secesión en estos territorios de España. Una de las bazas para ello era el sentimiento de antipatía hacia los franceses y el patriotismo difundido desde los púlpitos.
Preocupado por los rápidos avances del enemigo en Navarra y Álava, Godoy intentó parar la guerra al margen de sus aliados, y llegó a un acuerdo con los franceses en la Paz de Basilea, en julio de 1795. Por este acuerdo España recuperó su integridad territorial a cambio de la cesión a Francia de su parte en la isla de Santo Domingo.
Un año después, el Pacto o Tratado de San Ildefonso ( 1796) restauró la alianza franco-española para luchar contra Inglaterra, convencido Godoy de que la verdadera amenaza a la monarquía de Carlos IV radicaba en la penetración británica en el mercado de Amércica. Pocos meses más tarde, enfrentada a los ingleses, la marina española era diezmada en la batalla del cabo de San Vicente, quedando desprotegido en adelante el comercio ultramarino.
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