viernes, 7 de diciembre de 2007

La guerra de la independencia y las cortes de Cádiz

¡Liberales, a Cádiz! ¡Viva la Pepa!

Con las primeras luces del 2 de mayo de 1808, un grupo de madrileños tempraneros revoloteaba intranquilo en torno a las puertas del Palacio Real. Estaban allí porque se rumoreaba que el infante Francisco de Paula y su hermana, la reina de Etruria, iban a ser trasladados a Francia contra su voluntad. Dos delatoras carrozas apostadas en la Puerta del Príncipe hacían presagiar lo peor. Al poco, unos soldados franceses franquearon el portón palaciego acompañando a la infanta. Subió cabizbaja y, al relinche de los caballos, el coche salió en estampida por la calle Bailén, aumentando la algarabía en la plaza.


Minutos después, otro grupo de palafreneros bajó con cierto sigilo al infante, que, de camino, se asomó al balcón. La Plaza de Oriente aulló al unísono: "¡Que nos lo llevan! ¡Muerte a los franceses!". La muchedumbre se precipitó sobre los guardias, inaugurando la jornada más heroica de Madrid, la que, después de dos siglos y medio de padecer la Corte, le hizo merecedora del título de capital de España. Comenzaba la Guerra de la Independencia.


Las noticias de la asonada madrileña corrieron por todo el país como la pólvora, encendiendo la mecha de la insurrección. Como el poder central había desaparecido, en pocas semanas se constituyeron juntas provinciales para organizar la resistencia. Aunque parezca mentira, en aquella ocasión todos los españoles se pusieron de acuerdo. No hubo villa, pueblo o aldea que se mostrara impasible. En todas las ciudades se hicieron patrióticas y ardientes proclamas para hacer frente a los invasores. Tras tantos años de concesiones y cobardía, había que poner al pueblo en armas.

En Murcia, por ejemplo, tan crecidos estaban que ampliaron su alcance, haciendo al planeta entero partícipe de sus intenciones: "Sepa el mundo que los murcianos conocen sus deberes y obran según ellos hasta derramar su sangre, por la Religión, por su Soberano y la de sus amados hermanos, todos los españoles".

Los junteros valencianos no fueron menos arrojados: "Cualquiera que sea nuestra suerte, no podrá dejar de admirar la Europa el carácter de una Nación tan leal en el abatimiento que ha soportado por tanto tiempo".

Los franceses no se esperaban una reacción semejante. Napoleón había errado al pensar que los españoles eran tan ineptos y faltos de carácter como sus monarcas. La batalla de Bailén, en la que el ejército napoleónico de Dupont mordió el polvo, le persuadió de que España no era Prusia, ni Austria, ni Italia, ni ninguno de los muchos reinos sobre los que sus generales habían cabalgado triunfalmente. Esto era otra cosa. Pronto se daría cuenta.

Combatir al francés en suelo propio, con los reyes secuestrados en Francia y con el ejército regular hecho trizas, llevó a los junteros provinciales a pensar en la unificación. A finales de septiembre se creó la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, con sede en Aranjuez. La defensa era casi la única orden del día. Lo que quedaba del ejército se dividió en cuatro cuerpos, el de Vascongadas, el de Cataluña, el de Castilla y el de Aragón. Los franceses, sin embargo, no estaban dispuestos a perder España, moribundo paisillo para el que Napoleón tenía otros planes. Para empezar, sofocar la rebelión y, mientras conseguía esto, entregar la corona a su hermano José.

Hace un par de siglos la Corona de España no era ninguna broma. A pesar de que el reinado de Carlos IV había dejado la Hacienda y la Marina hechas unos zorros, la monarquía española seguía tutelando un imperio ultramarino que quitaba el hipo: el mayor de su época, repartido por los cinco continentes. Casi toda América, desde Oregón hasta la Tierra de Fuego, las Filipinas en Asia, prácticamente todas las islas, islotes, atolones y arrecifes del océano Pacífico y un pellizco de África, con Guinea a su cabeza. Un siglo después, Inglaterra igualaría a duras penas tal extensión territorial, aunque, eso sí, con ferrocarriles, barcos de vapor y el doctor Livingstone.

Napoleón sabía lo que se jugaba. Austria y Prusia le habían dado el dominio de Europa; España y Rusia le darían el del mundo. Inglaterra no resistiría por mucho tiempo. Se tragó lo que había dicho años antes, que para conquistar España no le harían falta "más allá de 12.000 soldados", y puso toda la carne en el asador. Se trasladó en persona a dirigir las operaciones, sin olvidar traer consigo 300.000 soldados y la plana mayor del Imperio: Soult, Victor, Ney y Lefèbvre, mariscales laureados en Austerlitz o en Jena que aprendieron aquí un nuevo e inquietante vocablo: guerrilla.


Los refuerzos llegados de Francia se derramaron violentamente por todo el país, devastando todo lo que encontraban a su paso. Una a una fueron cayendo las ciudades que, semanas antes, se habían declarado en rebeldía. Algunas resistieron heroicamente. En Gerona, Álvarez de Castro, encomendado a Sant Narcís, aguantó durante meses, hasta el último hombre. Por lo que hace a Zaragoza, sufrió dos sitios. En el primero, una mujer, una catalana de Reus que se llamaba Agustina, saltó sobre los cadáveres que se apilaban junto a una brecha de la muralla y disparó un certero cañonazo sobre los franceses que corrían al asalto. No dejó ni uno vivo. La hazaña pasaría a la historia, y su protagonista sería conocida como Agustina de Aragón.

Los zaragozanos lo recordarían con una jota:

La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa / que quiere ser capitana de la tropa aragonesa.

El avance francés obligó a la Junta Central a trasladarse a Toledo, y de ahí a Talavera, a Badajoz y, finalmente, a Sevilla. Los reveses militares eran continuos, y el golfo de Napoleón, que deseaba dejar su sello personal en la memoria de los españoles, no ahorraba tropelías y matanzas.

Los franceses se ensañaron con nuestro país. Con la complicidad de sus generales, saqueaban iglesias y palacios, profanaban tumbas, asesinaban a placer, incendiaban aldeas después de haber pasado a cuchillo a sus habitantes. Un muestrario de atrocidades que Goya retrató con magistral desgarro en su serie de grabados Los desastres de la guerra. Con razón les llamamos "gabachos"; se lo ganaron a pulso.

La Junta había perdido ya toda su utilidad, pues quedaba poco por defender, apenas Andalucía y parte de Levante, que se batía con bravura pero sin esperanzas frente a un enemigo implacable. España había sido vencida, o casi. Gaspar Melchor de Jovellanos, uno de los españoles más inteligentes y honestos de todos los tiempos, propuso a la Junta que convocase Cortes. Había que empezar de cero, inventarse de nuevo España, pero hacerlo sobre una nueva base: la Nación, es decir, los españoles, sus legítimos propietarios.

La cosa, sin embargo, no era tan fácil como parece. La España de 1810 era un reino absoluto, pasado ligeramente por el tamiz de la Ilustración, cuya soberanía, de origen divino, recaía sobre la figura del monarca, a quien no se podía ni toser. De ahí había que pasar a una monarquía parlamentaria, con elecciones, reconocimiento de derechos, libertades civiles y demás golosinas que hoy en día se nos antojan la mar de naturales. La Junta no podía convocar Cortes porque no era la institución indicada para ello. Las leyes viejas decían que las Cortes las convocaba el rey o, en su defecto, el regente. Había, pues, que nombrar una regencia que cumplimentase el trámite.

Así se hizo. Huyendo, una vez más, de las tropas francesas que habían ocupado Sevilla, la Junta se trasladó a la Isla de León, que es como se conocía entonces San Fernando. A resguardo de los cañones franceses, la Junta se disolvió tras nombrar una regencia compuesta por cinco miembros, cuatro peninsulares y uno americano.

Las Cortes se convocaron formalmente el 18 de junio de 1810. Se enviaron emisarios a toda España y a las colonias, para que avisaran a los que, tras una acalorada discusión, se había elegido como representantes. Eran 300 los diputados, y debían trasladarse de inmediato a Cádiz.

El 24 de septiembre se constituyeron las Cortes Generales. Habían conseguido llegar hasta la Isla de León 296 españoles de los dos hemisferios. Había 90 eclesiásticos, 56 juristas, 30 militares, 14 aristócratas, 15 catedráticos, 49 funcionarios, 8 comerciantes y 20 que no consignaron profesión alguna, quizá porque no la tenían o quizá porque no les vino en gana confesarla.

A las nueve y media caminaron todos hasta el ayuntamiento, oyeron misa y juraron todo lo que el ministro de Gracia y Justicia les puso delante. Acto seguido se leyó el primer decreto de las Cortes:

"Los diputados que componen este Congreso, y que representan a la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales y extraordinarias, y que reside en ellas la Soberanía Nacional".

La Nación española, tal y como hoy la conocemos, acababa de nacer. Tanto en la Junta como en el Consejo de Regencia las sensibilidades políticas eran muchas. Los había absolutistas a machamartillo, reformistas ilustrados, liberales suaves y radicales, revolucionarios a la francesa y algún que otro exaltado. Las improvisaciones y las prisas, que son congénitas en el alma española, habían facilitado a los liberales el trabajo. A pesar de todo, las Cortes no fueron revolucionarias. Se respetó la legalidad en todo momento. Fue, como en la Transición de siglo y pico después, un arreglo entre los que estaban en el machito y los que querían subirse a él. Como los segundos lo tenían bastante más claro, se salieron con la suya.

Para las sesiones ordinarias el ayuntamiento de la Isla quedaba algo pequeño, por lo que se habilitó un teatro de comedias. Allí comenzaría a gestarse la Constitución, porque para entonces ya estaba claro para casi todos que eso no tenía vuelta atrás. Una nueva etapa de la historia daba comienzo. Unos pocos privilegiados, Jovellanos, Saavedra, Calvo Rozas, Quintana, Argüelles, Ranz Romanillos... fueron los encargados de escribir sus primeras líneas.

En febrero de 1811 las sesiones se trasladaron a Cádiz, al Oratorio de San Felipe Neri, un sitio perfecto para reunirse: ovalado y sin columnas; así podían todos verse las caras. La Tacita era la única ciudad libre de toda España. El mariscal Víctor la sitió, sin éxito, durante dos años. Ni por las buenas ni por las malas. Cádiz no se rindió. Para defenderla se formó un batallón de voluntarios que, a punta de bayoneta, no dio cuartel a los franceses.

Entretanto, en la ciudad se seguía legislando. Se decretó la libertad de imprenta, se suspendió la concesión de prebendas eclesiásticas, se abolió la Inquisición. Definitivamente, España estaba dejando de parecerse a España. Se hablaba, por primera vez, de libertad e igualdad, aunque ésta "no consiste en que todos tengamos iguales goces y distinciones, sino en que todos podamos aspirar a ellos". Efectivamente, eran liberales.

Todo el país se encontraba en guerra, los ingleses de Wellington habían irrumpido en la contienda desde Portugal y la victoria, aunque lejana, era posible. Los excesos de la tropa gabacha, vengativa y malencarada, seguían desgarrando nuestra Piel de Toro. En marzo de 1811 Manresa fue salvajemente quemada, con sus habitantes dentro; no se salvaron ni los niños. Valencia, Sagunto y Tortosa cayeron tras varios meses de cerco y toneladas de bombas. Montellano, un pueblito no muy lejos de Sevilla, fue completamente arrasado a cañonazos. Sólo quedó en pie el campanario de la iglesia, donde se refugió el alcalde y los pocos hombres que quedaban con vida para resistir hasta el final.

Los diputados de Cádiz estaban al corriente de los avances de la guerra, unas veces por los periódicos y otras por los ciegos que recitaban en romance las victorias de españoles y británicos. Se cuenta que Nicasio Gallego, poeta y diputado por Zamora, preguntó a uno de estos ciegos si los franceses nunca ganaban. El ciego, sosteniéndose sobre la garrota, le espetó: "Sí señor, pero esas noticias las dan los ciegos de Francia".

Lo cierto es que, para 1812, los ciegos de Francia ya anunciaban pocas victorias. La Grande Armée, enviada a someter Rusia, sucumbió ante el General Invierno, y los prusianos de Federico Guillermo III le dieron el remate. Napoleón ya no levantaría cabeza. En octubre de 1813, una gran coalición formada por Inglaterra, Prusia, España, Austria, Portugal, Rusia, Suecia y algunos principados alemanes machacó al ejército francés en Leipzig, en la célebre "batalla de las naciones".

Entre tanto, en Cádiz los diputados daban los últimos retoques a la Constitución. Fue aprobada por votación el 11 de marzo y firmada el 18; y se anunció su promulgación para el día siguiente, que amaneció nublado y con amenaza de temporal, que terminaría por abatirse sobre la Tacita a media mañana, justo cuando las Cortes y el Consejo de Regencia escuchaban misa. En otros tiempos no muy lejanos eso hubiera sido considerado indicio de mal agüero, pero no en la España liberal, que ese mismo día veía la luz. A las cuatro de la tarde se promulgó la Constitución.

Artículo I. La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Artículo II. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Artículo III. La Soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Artículo IV. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

Como se promulgó el día de San José, fue motejada inmediatamente como la Pepa. El grito de "¡Viva la Pepa!" pronto se hizo sentir por las callejas de Cádiz, ante la sorpresa y el desconcierto de los embajadores extranjeros, que no alcanzaban a comprender cómo el revoltoso populacho gaditano había puesto a la Constitución un nombre de tonadillera. Somos así, qué le vamos a hacer.

Con la Constitución nació otro de los grandes vicios patrios, la Lotería Nacional, que celebró su primer sorteo el 4 de marzo. El primer "gordo" de la historia se lo llevó un tal Bernardo Nueve-Iglesias: 8.000 pesos fuertes, un piquito que le vino de perlas en aquellos días de mudanza.

Cinco meses más tarde se recuperó Madrid. Juan Martín el Empecinado, un guerrillero de trabuco y pobladas patillas, desfiló hasta la Plaza Mayor, donde se juró solemnemente la Pepa. A la guerra le quedaba un año y pico, hasta que, en la batalla de San Marcial, junto a Irún, el mariscal Soult se llevó el último y definitivo palo.

Los gabachos cruzaron el Bidasoa como alma que lleva el diablo. España les había salido carísima. Toda Europa se hizo eco de la epopeya española. La Constitución de Cádiz ganó celebridad y fue traducida a varios idiomas.

No serviría de mucho. En mayo de 1814 Fernando VII, un vividor sinvergüenza que había pasado la guerra jugando al billar en Francia bajo la protección de Napoleón, desembarcó en Valencia y declaró nula la Constitución. Su entrada en Madrid fue triunfal. Un grupo de mujeres desenganchó los caballos de la carroza real para conducir ellas mismas al Deseado hasta el Palacio de Oriente. "¡Vivan las caenas!", gritaba enfervorecido el pueblo. No tenemos arreglo.


Fuente: Fernando Díaz Villanueva

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